Hace un momento comentaba con un amigo sobre la ceguera que tiene este mundo. Está tan ciego hasta el punto que vive de espalda a Dios. Es evidente, lo constatamos a cada instante, que este mundo no es nuestro destino ni nos da luz suficiente para encontrar el verdadero camino que todos llevamos impreso en nuestros corazones y deseamos ardientemente.
Sus
aspiraciones no son otras que las propias de un mundo ahogado en la
materialidad y la concupiscencia de los placeres, sometido al afán del consumo,
del poder, de la avaricia y satisfacción de todo apetito y apetencia carnal y
humana. Un mundo ciego y perdido instalado en el camino de la comodidad y de la
pasividad de su propio egoísmo. Un mundo instalado al borde del camino, pasivo, cómodo y ciego.
En estas circunstancias construye su propia muralla que le impide ver la Luz que alumbra el verdadero Sol que baja del Cielo. Es esa la Luz que nos interesa ver y que – muchos, aún sin saberlo - alumbra nuestro camino hacia la verdadera morada donde el gozo y la felicidad harán presencia eterna. Descubrir esa Luz y seguirla no es cosa fácil. Al contrario, nos resulta hartamente difícil y complica nuestra vida hasta el punto que sólo se nos ocurre lanzar un grito de auxilio, de ayuda pidiendo ver, entender y comprender.
Porque, esa es la cuestión, ver y comprender que Jesús es el Señor y que para seguirle, no basta con sólo nuestras fuerzas, sino que nos es necesario la Gracia y la Luz que nos viene del Seño. Y es eso, precisamente, lo que nos conviene ver.
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