La experiencia nos dice que el descanso nos es necesario. Tan necesario como el trabajo, pues, para poder rendir y trabajar necesitamos descansar y reponer nuestras energías y fuerzas. Es verdad que la economía – donde la producción y riqueza priman – nos condiciona, nos presiona y nos sobrecarga de trabajo. Las relaciones y tareas domesticas, donde nuestras relaciones necesitan del amor, paciencia y misericordia, se ven alteradas y saturadas de falta de tiempo y espacio donde poder tener un equilibrio y sosiego. Se hace necesario una escala de valores y una jerarquía donde también el descanso ocupe un lugar destacado.
El Evangelio de hoy nos habla del regreso de los apóstoles de la misión a la que fueron enviados. Jesús, una vez son recibidos y comparten sus vivencias y experiencias de la misión, les invita a buscar un espacio de descanso donde reponer fuerza y energía. Y también, nos dice el Evangelio, son sorprendidos por el gentío que les busca y al que, irremisiblemente, hay que atender. Y es que, a veces, sucede eso en nuestra propia vida. Se suceden circunstancias que impiden realmente nuestro descanso y, a pesar de nuestra fatiga, se hace necesario seguir adelante y responder al compromiso apostólico.
La vida pierde todo su sentido cuando en el horizonte de la misma el trabajo ocupa en centro de la misma y sobrecarga a la persona. El trabajo es algo efímero y tiene fecha de caducidad. ¿Qué ocurrirá cuando llegue ese momento? ¿Dónde se apoyará nuestra vida? ¿A quién acudiremos? La cuestión es que necesitamos encontrar el verdadero sentido de nuestra vida, de nuestro peregrinar por este mundo. Se hace muy necesario encontrar la Palabra que nos llene de esperanza y de verdadero amor en el camino de nuestra vida. Un amor que le dé sentido. Y eso sólo lo podemos conseguir en Jesús, el Hijo de Dios. Sin Él nuestra vida queda vacía, sin sentido e, irremisiblemente, se derrumbará. Jesús en la razón que alimenta la esperanza de nuestro vivir, le da verdadero sentido y le alumbra la meta a donde ir.
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