Mt 17,22-27 |
Jesús,
al tomar la naturaleza humana toma también la hora de su muerte. Una muerte,
eso sí, provocada y adelantada por los hombres que, rechazándolo como Hijo de
Dios, le condenan a morir crucificado en la cruz. Digamos que su hora está
señalada en la Cruz por amor y para redención de todos los hombres. Jesús nos libera
de nuestros pecados y rescata nuestra dignidad de hijos de Dios. Y, llegado ese
momento, Jesús prepara y descubre a sus apóstoles lo que pronto le va a
suceder. Les habla de su muerte, pero, también de su Resurrección.
En
el Evangelio de hoy se dice: (Mt 17,22-27): En
aquel tiempo, yendo un día juntos por Galilea, Jesús dijo a sus discípulos: «El
Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le matarán, y al
tercer día…
No es lo mismo afrontar esa hora de la muerte
como algo triste y resignado a terminar nuestra historia, que, vivirla con la
esperanza de ser un paso de este mundo al otro para continuar una vida plena y
eterna. La diferencia es abismal e inimaginable. Jesús quiere que no ignoremos
su muerte, pero también comunicarnos y hacernos partícipes de su Resurrección.
Porque, los que creemos en Él resucitaremos en Él. Desde ese momento, la muerte
no supone el final sino el principio de una nueva vida.
—¿Piensas, Pedro, —preguntó Manuel— que está
vida termina con la muerte?
—Seguro que no —respondió Pedro. Dios, nuestro
Padre, no nos ha creado para un rato, sería una decepción, nos ha creado para
la eternidad.
—Igual pienso yo, —dijo Manuel. Tenemos y
experimentaos esa chispa de eternidad en lo más profundo de nuestro corazón.
Todos aspiramos a ser eternos y felices y, este tiempo terrenal – la vida de este mundo – es el espacio y tiempo donde tendremos que ganarnos esa felicidad. Porque la eternidad será segura, para bien o para mal. Todo dependerá del amor que estemos dispuestos a dar en este mundo.
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