Nunca,
a una madre, se puede pasar por alto. Y, menos, cuando se trata de hablar de
María, la Madre de Dios. Ella interviene, de manera muy importante, en el plan
salvífico de Dios. Es la Madre que da su vientre como cuna para la gestación y,
posterior venida, de Jesús, el Hijo de Dios, a este mundo. Una venida que,
pensada por el Padre, tiene como misión nuestra liberación de la esclavitud del
pecado.
El
Evangelio de hoy deja claramente expuesto la descendencia de Jesús de la casa
de Jacob a través de José, el esposo de María: (Mt 1,1-16.18-23): Libro de la generación de Jesucristo,
hijo de David, hijo de Abraham: Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a
Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos. Matán engendró a Jacob, y
Jacob engendró a José…
La importancia de María en la obra redentora de
Dios es de grande. Ella, elegida para ser la Madre del Mesías
prometido, abre su corazón a esa elección con una actitud de disponibilidad
plena a la Voluntad del Padre. Por supuesto, hay dificultades que van
descubriendo y confirmando esa respuesta y compromiso de María a la elección de
Dios. Dificultades que dejan esa respuesta de fe y compromiso al descubierto como
testimonio de su sí a la Voluntad del Padre. María es un ejemplo de Madre que
sigue a su Hijo hasta el pie de la cruz y hasta el extremo de, también,
entregar su vida.
María es la Madre de las madres, la Madre de todos sus hijos y la Madre que nos señala e indica el camino para llegar al encuentro con Jesús, el hijo de Dios que como fruto de su vientre, nos trae la salvación eterna. Ella es el inicio de la Obra Redentora del Padre por Amor y la puerta por donde Dios, encarnado en Naturaleza Humana se hace Hombre. Ella es la Madre que abre paso a los primeros pasos - valga la redundancia - del Mesías prometido. Y ella, es la Madre que, tras la Pasión y Muerte de su Hijo, nuestro Señor, inicia también la andadura de la Iglesia junto a los apóstoles. María, Madre de Dios y Madre nuestra.
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