Porque el amor que
termina no es verdadero. Es un amor fundado en la pasión, en el deseo, en el
interés y en el propio egoísmo. Claro, ese amor si tiene el tiempo contado. Su
fin llega desde que desaparezca la pasión y con ella el deseo, o acabe el
interés y el egoísmo busque nuevas satisfacciones.
Es evidente que
los discípulos de Jesús no estaban en esa tesitura con respecto a Jesús. No
habían experimentado ese amor pleno que Jesús les daba con su Vida y sus Obras.
Quizás lo que les mantenía a su lado era el deseo de tener un puesto privilegiado
en ese Reino del que le oían hablar a Jesús. Los de Zebedeo lo reflejaron meridianamente.
Jesús, con su Vida
y Obras, nos presenta y anuncia como es el Amor del Padre. Un amor pleno,
entregado, dado enteramente hasta el extremo de ofrecer a su Hijo en una muerte
de cruz. Un amor que no solo supera y está por encima de lo superficial sino
que penetra hasta lo más profundo del corazón. Un amor que se hace vida y alimento
para dar vida eterna.
Es evidente que si se hubiese entendido ese amor infinito misericordioso, muchos discípulos al oír hablar a Jesús no se hubiesen marchado. Porque, su muerte es el paso para luego sacramentalmente continuar dándose como alimento espiritual y esperanza de Vida Eterna. Sintoma de que muchos no le entendieron lo manifiestan sus retiradas. Y los que permanecieron a su lado no fue por entenderlo sino porque aún sin entender creyeron en Jesús.
Algo así nos puede estar pasando a nosotros hoy y ahora. Seguimos en el camino a pesar de muchas dudas, tentaciones, adversidades, incomprensines y malos testimonios incluso dentro de la propia Iglesia. Pero seguimos, y esa es nuestra fuerza y esperanza. El Espíritu nos mantiene y nos fortalece y cada paso adelante es una batalla ganada que afirma y fortalece nuestra fe.
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