Hemos oído muchas
veces decir: Esto es el pan de mis hijos. Sobre todo cuando hablamos de trabajo
o de otra circunstancia donde nuestra subsistencia de ganarnos la vida está en
juego. Es evidente que pensamos en nuestra familia y hacemos todo lo que
podamos por darle y proveerle lo que necesita para una vida digna.
Pero ¿y dónde está
el pan que nos da esa Felicidad que buscamos? Y no una simple felicidad caduca
y pasajera sino la Felicidad con mayúscula. Esa Felicidad que es Eterna. Es
decir, para siempre.
En el Evangelio de
hoy, Jesús nos lo deja muy claro: En verdad, en verdad os digo: el que cree,
tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná
en el desierto y murieron; éste es el pan que baja del cielo, para que quien lo
coma no muera. Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan,
vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del
mundo».
¿Está claro? En mi
humilde opinión bastante claro. Otra cosa muy diferente es que no nos quepa ese
inmenso misterio en la cabeza. Observemos que Jesús lo sabe y nos lo advierte desde
el principio poniendo énfasis en sus Palabras: En verdad, en verdad les
digo: el que cree…
La cuestión está muy clara, se trata de fe, de creer en la Palabra de Jesús que por y con sus obras y vida, sobre todo su posterior Resurrección, da credibilidad y confianza. En muchas ocasiones he dicho que nosotros tenemos más ventajas que los mismos apóstoles que necesitaron los cincuenta días hasta Pentecostés para asegurarse y experimentar que Jesús estaba Vivo. Había Resucitado.
Nosotros tenemos el testimonio de esos apóstoles, mujeres y discípulos y muchos creyentes más que a lo largo de la historia de la Iglesia nos han ido dando testimonio de la Resurrección de nuestro Señor Jesús. Por tanto, la cuestión es fiarnos de la Palabra de nuestro Señor y confiar que, cuando Él lo decida, nuestra fe se fortalezca hasta el extremo de verlo claramente.
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