Hemos oído muchas
veces que este mundo es una cruz. Y hemos experimentado que hay muchos momentos
de cruz en nuestro camino. Sabemos también que otros llevan más cruces en su
vida que alegrías. Si, definitivamente este mundo es un mundo de cruz. Y
aprender a vivir es aceptar que la cruz estará presente en nuestro camino y en
nuestra vida.
En este sentido
María, Madre de Dios y Madre nuestra, nos sirve de referenciar para, asidos de
su mano dejarnos conducir y guiar por el camino que nos lleva a un encuentro
con su Hijo. Ella supo aceptar el Plan de Dios, ser la Madre elegida del Mesías
prometido y caminar silenciosamente hasta el pie de la Cruz en la que su Hijo,
ofrecido voluntariamente, nos devuelve, por la Misericordia Infinita del Padre,
nuestra dignidad de hijos.
¿Y qué hizo María?
¡Nada extraordinario! Simplemente aceptar, obedecer y poner todo lo recibido en
manos de Dios. Y conforme a su Plan ir aceptando humildemente en silencio su
Voluntad. Sin muchas palabras, sin portentos ni nada extraordinario, sin hacer
ruido y en silencio, María, la Madre de Dios, caminó aceptando y llevando su dolor
de Madre hasta el pie de la Cruz.
También nos sucede
a nosotros hoy. Cada cual carga con su dolor. Quizás para unos sea más pesado
que para otros, pero todo hemos recibido las fuerzas para, injertados en el
Espíritu de Dios, soportarlo. Y esa será nuestra misión. Mirar a María desde
esa perspectiva nos anima y nos llena de esperanza y fortaleza. Ella llevó su
camino con dolor y entereza. Siempre confiada en la fe puesta en su Hijo, y en
la esperanza de saber que cumplía la Voluntad de su Padre. María siempre supo
esperar y confiar en que tras aquel dolor de cruz llegaría la alegría de la Resurrección.
Esperemos también nosotros esa Resurrección asidos de la mano de María y acompañados por ella dejémonos llevar al encuentro con su Hijo.
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