Es evidente y de
sentido común que la paz exige condición de eternidad. Y es esa la Paz de la
que habla nuestro Señor Jesús. Una paz que, aunque camina por el desierto de
este mundo, carga con esperanza los avatares, adversidades, sufrimientos y
enfermedades esperanzados en saber que todo terminará en esa paz eterna que en
Jesús encontramos y nos es prometida.
Y es en ese
sentido lo que nos dice Jesús: (Jn 14,27-31a): En
aquel tiempo, Jesús habló así a sus discípulos: «Os dejo la paz, mi paz os doy;
no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde.
Habéis oído que os he dicho: ‘Me voy y volveré a vosotros’. Si me amarais…
Lo demás lo dejo para que lo leas tú, querido y hermano lector en la fe. Realmente
vale la pena leerlo si te preocupa y deseas la paz, bien universal de la
humanidad.
¿No te has parado
a pensar que el mundo se soporta porque hay paz? Es verdad que una paz mundana.
Es decir, por etapas, por rachas, a rato y con dificultades. Una paz que se
manifiesta también en la vida personal e íntima de cada ser humano. Una paz que
se presenta en la familia, trabajo, ambiente social…etc., pero que de la misma
forma se quiebra y se rompe en cualquier momento amenazada siempre por el
príncipe de este mundo. Una paz que no tiene nada que ver con la y de la que
nos habla el Señor.
Porque la Paz que nos regala Jesús es una Paz que se esconde en la cruz de cada día. Es una paz que nace precisamente de esa cruz que nos aguijonea el corazón pero que al mismo tiempo lo llena de esperanza y de amor misericordioso. Es la paz que, tras pasar el desierto de este mundo, se descubre gozosa, feliz y eterna.
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