miércoles, 14 de junio de 2023

DETRÁS DE LA LETRA SE ENCUENTRA EL ESPÍRITU

Sabemos por experiencia que la ley no alcanza con plenitud todos los actos del hombre, porque todos no tienen la misma medida. Mientras unos llegan a ser concretos y pueden medirse, otros escapan a esa realidad y son inmedibles. Hablamos de los actos llamados objetivos y subjetivos, unos medibles, visibles, palpables y concretos y otros sujetos al espíritu y a la intención escondida que subyace en lo más profundo del corazón.

La bondad de muchos actos humanos no se puede apreciar. Hay acciones objetivas con resultados malos que buscaban una buena intención y no pretendía terminar en esa maldad. Ocurren ajenas a la voluntad de la persona que lo ha cometido. Es cuando hablamos del espíritu, de que tal persona no tenía esa intención. Y es precisamente esa intención del espíritu lo que da bondad o maldad a los actos humanos.

Por tanto, la ley debe regirse y contemplar esa otra dimensión del espíritu que llega hasta el arrepentimiento y dolor del acto cometido por las consecuencias que arrastra. Y es ahí donde se produce el choque y el dilema con los juristas de la ley del pueblo de Israel. Y también con los de nuestro tiempo. La ley se queda corta, no llega a la profundidad de la intención y queda estancada en el cumplimiento y la objetividad.

La misericordia avanza más y llega a la profundidad de la intención que bulle en el corazón del hombre. Y es ahí donde llega Jesús y donde cualquier precepto por insignificante y pequeño que parezca cobra una gran importancia como el más grande. Es el caso, por ejemplo, de aquellos dos reales depositados en la bandeja por aquella pobre viuda pobre (Lc 21, 1-4). Porque lo que determina la bondad o maldad del acto no es la importancia o la grandeza sino la intención, que se esconde en el espíritu.

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