Sabemos por
experiencia que la ley no alcanza con plenitud todos los actos del hombre,
porque todos no tienen la misma medida. Mientras unos llegan a ser concretos y
pueden medirse, otros escapan a esa realidad y son inmedibles. Hablamos de los
actos llamados objetivos y subjetivos, unos medibles, visibles, palpables y
concretos y otros sujetos al espíritu y a la intención escondida que subyace en
lo más profundo del corazón.
La bondad de
muchos actos humanos no se puede apreciar. Hay acciones objetivas con
resultados malos que buscaban una buena intención y no pretendía terminar en
esa maldad. Ocurren ajenas a la voluntad de la persona que lo ha cometido. Es
cuando hablamos del espíritu, de que tal persona no tenía esa intención. Y es
precisamente esa intención del espíritu lo que da bondad o maldad a los actos
humanos.
Por tanto, la ley
debe regirse y contemplar esa otra dimensión del espíritu que llega hasta el
arrepentimiento y dolor del acto cometido por las consecuencias que arrastra. Y
es ahí donde se produce el choque y el dilema con los juristas de la ley del
pueblo de Israel. Y también con los de nuestro tiempo. La ley se queda corta,
no llega a la profundidad de la intención y queda estancada en el cumplimiento
y la objetividad.
La misericordia
avanza más y llega a la profundidad de la intención que bulle en el corazón del
hombre. Y es ahí donde llega Jesús y donde cualquier precepto por
insignificante y pequeño que parezca cobra una gran importancia como el más grande.
Es el caso, por ejemplo, de aquellos dos reales depositados en la bandeja por aquella
pobre viuda pobre (Lc 21, 1-4). Porque lo que determina la bondad o maldad del
acto no es la importancia o la grandeza sino la intención, que se esconde en el
espíritu.
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