Y siempre
tendremos que estar atentos, ávidos y dispuestos a no desfallecer y estar
injertados en el Espíritu Santo para que ese camino duro, terreno pedregoso y
abrojos no nos seduzcan y sequen nuestra fe, esperanza y caridad. Un camino endurecido
por nuestra pereza, nuestros esfuerzos desesperanzados, baldíos y cómodos. En
esa calidad de tierra la semilla sembrada por la Palabra de Dios tiene pocas o
ninguna posibilidad de germinar. Los pájaros de la vida – nuestras propias
seducciones – la devoran y nuestra inquietud de germinar y dar frutos
desaparece.
Es evidente que la
Palabra de Dios nos gusta, nos llega al corazón, nos alegra y da esperanza.
Cuando lo escuchamos con paciencia y tranquilidad nuestro corazón despierta y
exulta de paz y gozo. Nos sentimos bien, a gusto, alegres y renovados.
Experimentamos fortaleza y deseos de hacer esa Palabra vida en nuestra vida.
Pero, observamos
que nuestro camino sigue igual de duro y difícil. Incluso hasta se empeora en
muchos momentos. Aparecen las dificultades, enfermedades y problemas que nos invitan
a reflexionar y pensar que antes, quizás, estábamos mejor. Nos desencantamos y
pensamos en regresar y, casi sin darnos cuenta, nos olvidamos de esa Palabra –
buena semilla – que había encendido nuestro corazón y darle sentido a nuestra
vida. Ese terreno pedregoso no ha permitido que nuestra semilla eche raíces y
pueda dar frutos. Y nos quedamos estériles y vacíos.
Por otro lado
siempre vamos a encontrar cizaña en nuestra vida. El pecado la ha sembrado en
nuestro corazón y permanece junta a la Buena Semilla que la Palabra de Dios ha
derramado en nuestros corazones. Nos damos cuenta qué la lucha es a diario.
Nuestra naturaleza contagiada y herida por el pecado establece una lucha diaria
que, sin la asistencia y ayuda del Espíritu Santo, nos será imposible sostener
y vencer.
Es evidente, llega el momento de la gran decisión: Abrir nuestro corazón a la Palabra de Dios y dejar que el Espíritu Santo – venido a nosotros en nuestro bautizo – are, abone, limpie y riegue nuestra tierra para que purificada de toda dureza, piedras y abrojos germine y dé frutos. Entonces entenderemos esa Buena Noticia y, por la Gracia de Dios, daremos frutos. Unos cientos, otros sesenta y otros treinta.
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