No podemos
entender los planes de Dios, ni tampoco lo que nos tiene preparado. No sabemos
ni podemos imaginar como será la eternidad que nos espera junto al Señor, solo
sabemos, porque confiamos en su Palabra, que seremos felices eternamente.
Tratar de dar
respuesta a lo que Dios nos ha prometido desde nuestra razón es meter la pata y
estar equivocado al cien por cien. Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón
del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman (1ª Corintios 2).
Esto fue lo que les sucedió a los saduceos de los que nos habla hoy el
Evangelio (Lc 20, 27-40).
Somos eternos,
seamos quienes seamos, desde la hora de nuestro nacimiento. Es más, desde que
Dios nos ha concebido en su pensamiento. Es decir, desde la eternidad. Es
evidente que todo eso se nos escapa a nuestro pequeño y pobre entendimiento.
Eso prueba y nos demuestra nuestra pequeñez por muy grande que algunos nos
creamos.
Hemos nacido para
vivir eternamente, y así será. Solo que tenemos la opción, porque nuestro Padre
nos ha creado libres, y la gran oportunidad de elegir vivir eternamente
dichosos, bienaventurados – como nos llama el Señor – y felices para siempre,
o, por el contrario, elegir erróneamente seducidos por el demonio este mundo,
vivirlo, nunca plenamente felices, y luego al lugar donde será el llanto y crujir
de dientes.
Esta es la única y
verdadera opción, todo lo demás es caduco, finito y carece de valor. Solo la
oportunidad de amar misericordiosamente hace y transforma esta vida terrenal en
una ocasión hermosa, alegre, emocionante, sugerente, llena de vida, Esperanza y
Fe que unidas a la Caridad nos pone en relación eterna con nuestro Padre Dios.
En Él ponemos toda nuestra confianza y en Él nos abandonamos llenos de
esperanza y de fe.
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