No hay mejor ni
más fuerte testimonio que la coherencia entre lo que dices y haces. Jesús vivía
lo que predicaba y de ahí manaba su autoridad. Su Palabra tenía reflejo en los
actos cotidianos de su vida. Coincidía lo que decía con lo que hacía. De ahí la
autoridad y admiración que desprendían sus palabras y el entusiasmo y asombro
con las que eran acogidas.
Jesús, consciente
de la realidad que pisaba con sus pies cada día y de la conciencia que había de
que los padecimientos venían del maligno, actúa y libera y da otro sentido a la
vida de aquellos que se consideraban
excluidos y sin esperanza. De un creer y pensar que ya todo está perdido, de
que no hay esperanzas de nada, Jesús con su poder va sembrando esperanza,
anunciando la Buena Noticia y que Dios es un Padre Bueno y Misericordioso que
salva a sus hijos del poder del demonio y del pecado.
Jesús no entabla diálogo ni discute, simplemente cura, expulsa el mal, reconoce que hace daño y que tiene poder sobre el hombre, pero la desautoriza con la fuerza del Espíritu de Dios. Sabe que su Padre lo puede todo. Jesús viene a eso, a decirnos, demostrarnos y ofrecerse que la desesperanza y que la nada haga nido en nuestros corazones. Nos da su Palabra, nos enseña su Camino, su Verdad y su Vida y llena toda nuestra vida de esperanza alumbrándonos el camino en la oscuridad a la que nos somete el mundo, demonio y carne.
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