Sí, nuestro
corazón no está limpio. De eso se ha encargado el pecado original con el que
todos nacemos. ¿Nuestra salvación?, ¡el Bautismo! Por él quedamos limpio de ese
pecado, aunque no invulnerable. Podemos volver a caer en pecado, y hay muchas más
posibilidades en la medida que crecemos y adquirimos conciencia de nosotros
mismos y, en consecuencia, responsabilidades.
Es evidente que
nunca nos libraremos de la tentación de pecado. Nuestra naturaleza está herida
y nuestro corazón contagiado por esa cizaña del mal que, al menor descuido, siembra
la tierra de nuestra huerta particular – nuestro corazón –.
Es evidente que
las luces tienen motas de sombras, y no escapamos a ello. Nuestras sombras –
pecados – nos impiden ver en muchos momentos la luz y, en la oscuridad, nos
perdemos. Pero, eso no debe llevarnos a la desesperación ni a la impaciencia.
Reconozcamos nuestra debilidad, nuestra testarudez y nuestros fracasos. Pero
nunca olvidemos que Dios, nuestro Padre, nos quiere con locura misericordiosa,
nos espera y limpia nuestro corazón de malas hierbas y nos abre el camino para
que fortalecidos en Él demos frutos.
Recordemos en
primer persona que Jesús, nuestro Señor, nos reitera con frecuencia que no ha
venido a salvar a los buenos sino a los pecadores. Es evidente que los buenos
ya están salvados. Necesitan de médico los enfermos. Y es ahí donde nosotros
debemos situarnos, entre los enfermos, los que necesitan cuidados y medicina de
redención y misericordia.
Mostrar nuestros corazones llenos de trigo y cizaña, confiados en el Amor Misericordioso de nuestro Padre Dios, será el Camino, la Verdad y la Vida para que, por los méritos de nuestro Señor Jesús – Pasión, muerte y Resurrección – seamos también nosotros perdonados, limpio de toda cizaña y llevados a la Gloria Eterna.
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