Posiblemente damos
a nuestra vida un valor más crematístico que espiritual. Nos importa tener
dinero para saciar nuestra hambre y satisfacernos en abundancia de pan. Y hasta
cierto punto es normal. Nuestra naturaleza humana necesita alimentarse para
vivir. Y eso es una prioridad, no se puede pensar ni creer si antes no se tiene
el estómago lleno.
Sin embargo, el
problema empieza cuando sacias tu hambre. No adviertes tu otra dimensión
espiritual y te quedas y pierdes en tus apetencias materiales. Tu vida no
levanta la mirada y discierne sobre tu camino, tu verdad y tu propia vida. Quizás,
cegado y oscurecido por tu propia hambre de pan, pierdes en verdadero norte de
tu vida a la que has sido llamado.
Ese es el peligro
que corremos: quedarnos en nuestras propias ambiciones, egoísmos, satisfacciones,
dejando a un lado y en segundo término el Pan espiritual que es el que nos da y
satisface la plena felicidad y Vida Eterna. Precisamente, el Evangelio de hoy
nos habla de ese Pan – nuestro Señor Jesús bajado del Cielo – que quizás no
somos capaces de ver, descubrir, sentir o experimentar. Un Pan que precisamente
alimenta nuestro espíritu y nos da esa capacidad de compartir, perdonar y amar.
Un Pan que, aparte de alimentarnos espiritualmente, nos llena de paz, gozo y plenitud eterna. Ese es nuestro verdadero alimento: Pan bajado del Cielo – Jesús – que nos da y entrega su Vida por amor para hacerse alimento de nuestra alma. Y ese, precisamente, es el Pan del que debemos alimentarnos en nuestra vida. Alimento que nos fortalece, da sentido a nuestra vida y nos da Vida Eterna. Porque el otro, el pan de cada día, que también necesitamos, solo nos da alimento para el cuerpo y no para la Vida Eterna.
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