(Mt 9,9-13) |
Cuando haces mal, ¿qué sensación te queda después? Seguro que alegre y regocijado no. Puedes ser que trates de aparentar, pero en lo más profundo de tu corazón hay dolor y arrepentimiento. Porque no te gustaría que, otro más fuerte que tú, te lo hiciera a ti. El mal no deja buenas huellas de gozo y alegría, y nadie, por lo menos en principio, quiere hacerlo. Otra cosa es que nuestra condición de pecador nos haga caer en él.
La experiencia nos ayuda a comprender nuestras equivocaciones y también nuestros pecados. Sin estar enfermo no valoramos el valor del médico. Después de experimentarnos curados damos importancia a aquel que nos ha curado. El médico es importante. Sus conocimientos y esfuerzo nos ayudan a estar saludables. Pero, si nos consideramos saludables no necesitamos del médico, ni tampoco le damos importancia. Claro, que cuando llegue la enfermedad nos acordaremos de él.
Nos suele pasar eso con respecto a Jesús. El Señor no quiere sacrificios ni heroicidades. Con Él se basta. El Señor es Misericordioso, y gracias a su Misericordia estamos vivos y sostenidos en la esperanza de Vivir Eternamente en plenitud. Por lo tanto, Jesús, nuestro Señor, viene a curar a los enfermos, porque reparte perdón y misericordia. Y sólo los que se consideran enfermos experimentan la necesidad de aceptarla y pedirla.
Mateo, considerado un publicano y pecador no gozaba de buena fama. Erudito formado en economía realizaba el oficio de recaudador y no era bien visto. Sin embargo, Jesús se fija en él y le llama. Y lo sorprendente es que Mateo le sigue. Y no sólo le sigue sino que se convierte, es decir, cambia de vida y de actitudes. Mateo se deja curar por Jesús abriéndole su corazón sucio para que Él lo transforme en un corazón limpio.
La pregunta viene sola: ¿Y nosotros, tú y yo, nos dejamos curar nuestro corazón, contaminado por el mundo, poniéndolo en Manos de Jesús, que viene a perdonarnos misericordiosamente?
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