Nuestra confianza descansa y se fortalece en la presencia del Señor. Cuando estamos en su presencia todo se ve de forma diferente y el gozo y la alegría hacen presente. Sobra el ayuno y la penitencia. Está el Señor con nosotros y la alegría de percibirlo borra todo atisbo de dolor y penitencia. Es Él, todo se vuelve paz, serenidad y gozo.
Pero, también, hay otros momentos de oscuridad, de niebla, de no percibir la presencia del Señor. ¿Dónde está, Dios mío, que no te veo? Es, entonces, la hora del dolor, de la inseguridad, de las tinieblas, del ayuno y penitencia porque no encontramos ni percibimos su presencia. Se envejece nuestro corazón, se deprime. Necesitamos descubrirlo, beber ese vino nuevo que renueva nuestra vida y nos refuerza.
Sí, el Señor sigue con nosotros. No nos desanimemos ni perdamos la esperanza. Abramos los ojos de nuestra fe y del corazón y ofrezcamos nuestros odres nuevos para llenarlos del vino nuevo. Ese vino de amor que vivifica nuestra vida, la renueva y le da esa nueva vida que se fortalece en la oración y la penitencia en esos momentos de zozobra y oscuridades en los que percibimos que el Señor se ha ido o está lejos.
En esos momentos que experimentamos debilidades y percibimos que necesitamos descubrir al Señor y renovar nuestro corazón con su presencia y su amor misericordioso.
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