Posiblemente hoy, en muchas partes del planeta, no se nos exija dar la vida o entregarla de forma martirial, pero sí soportar el que dirán, las molestias de vernos pisoteados y excluidos de nuestros derechos y las dificultades que comportan dar nuestro testimonio de fe y entrega incondicional y gratuita al servicio de los demás, incluso de los enemigos.
Ser testigo y dar
testimonio exige el mismo heroísmo que para ser mártir. Quizás la perseverancia
de vivir en esa espiral de enfrentamientos, de circunstancias ridículas que nos
exige mostrar nuestra fe cada día y en cada instante, nos supone un heroísmo
más fuerte que el propio martirio.
Se hace pues
totalmente difícil y duro aceptar seguir a Jesús. No se puede entender ese seguimiento
sino desde la fe, desde la confianza de abandonar todas nuestras esperanzas en
la Palabra del Señor. Una Palabra que da sentido a nuestra vida, que nos
fortalece y llena de paz y amor misericordioso y que nos da Vida Eterna.
Y no se puede asumir desde nuestra propia condición humana. Nuestra razón no supera someternos al dolor y sacrificio de manera voluntaria y sumisa. Y menos gratuita y por amor. No entra en nuestra cabeza. Por tanto, solo desde la fe, don que únicamente nos puede darnos nuestro Padre Dios, podemos encontrar la fortalece, el deseo y la motivación para decidirnos a dar nuestra vida por amor como la dio el Señor por nosotros.
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