Con mucha
frecuencia y casi de manera instintiva no anuncio, sino que de manera integrista
quiero que el otro piense como yo. Experimento que me descubro forzando al otro
a que piense como yo y crea como yo. Y hoy, Señor, dándome cuenta de mi gran
error te pido perdón. Perdón por no respetar la forma de pensar del otro y de
pacientemente, con el auxilio del Espíritu Santo, esperar a que la luz se haga
en el corazón del otro.
Si Tú, Señor nos
has creado libres, ¿quién soy yo para forzar a que el otro piense como yo? Si
yo creo en Ti, ¿con qué derecho exijo que el otro piense y crea como yo? ¿Acaso
Dios no le respetas y aceptas su decisión y elección? Pues si Tú lo haces,
Señor, también tengo que aceptarlo y hacerlo yo. Tú así lo has querido.
Juan anunció tu
venida e invitó a todos a ese bautismo de conversión que nos prepara para
acoger, aceptar y recibir al Mesías, al enviado por el Padre a liberarnos de la
esclavitud del pecado. Pero, porque hemos sido creados libres, muchos no le
recibieron y se mostraron indiferentes a su Palabra y anuncio. Sin embargo, a
aquellos que la acogieron y la aceptaron les dio poder de ser hijos de Dios. Y
eso significa recuperar nuestra dignidad de hijos perdida por el pecado y, por
su Infinita Misericordia, quedar liberados de su esclavitud.
Si la Ley nos ha llegado a través de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado a través de Jesucristo. En Él está nuestra redención y solo a través de Él podemos quedar limpios y alcanzar la Gloria del Padre. Esa es la misión, la finalidad y el Plan de nuestro Padre Dios. Encarnado en naturaleza humana – el Verbo – se hizo hombre y habitó entre nosotros.
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