Sólo los pobres
son los que pueden abrirse a la Palabra de Dios. Porque, abrirse a la Palabra
de Dios exige humildad, y la humildad se esconde en el pequeño, en el pobre que
experimenta deseos de rezar, de buscar a un Dios Padre que le proteja, defienda
y le salve de los abusos del fuerte, del poderoso y del que domina.
De ahí que Jesús,
el Señor, tome la palabra y diga: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y
de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las
has revelado a pequeños…
Y es que la
inteligencia, la verdadera inteligencia de saber qué es lo que realmente
conviene no está en el conocimiento ni en el saber, sino en descubrir que tu
vida, por muy fuerte y poderosa que te parezca, está en manos de su Creador. Y
es ese Creador al que nos remite Jesús, el Señor. Nos anuncia el Amor
Misericordioso de su Padre y, en consecuencia, nuestra salvación eterna.
Esta es la revelación de nuestro Señor Jesucristo: Dios nos quiere y nos perdona de todos nuestros pecados. Dependerá ahora de nosotros aceptarla, creerla y reconocerla, y abrir nuestro corazón para que entre en él la luz de la Verdad. Y no olvidemos que para eso necesitamos abajarnos humildemente y reconocernos pequeños y necesitados. Es decir ser pobres de espíritu.
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