Si tratáramos de situar
nuestra fe convendríamos que está entre lo posible e imposible. Con la apuesta
segura por lo posible. De esa manera, nuestra fe, situada en el nivel utópico
de lo imposible, quedará marginada y excluida. Y eso es precisamente lo que
ocurre a través del tiempo en el mundo en que vivimos. La idea de Dios se
rechaza.
No se entiende
como de Nazaret, una alquería insignificante, olvidada y sin ninguna relevancia ni renombre, y para
colmo, de una mujer desconocida y común del pueblo vaya a nacer el Mesías
prometido y profetizado por Isaías 7, 14.
Eso está dentro de lo imposible y de lo no creído. Y la consecuencia de todo
eso es la incredulidad al Misterio de la Encarnación y a la fe en Jesucristo,
nuestro Señor.
Desde ahí se nos
hace posible entender la exigente necesidad de la humildad. Cuando las cosas no
caben en nuestras cabezas, es decir, están en el nivel de lo imposible,
necesitamos ser humildes para poder creer sin ver ni entender. La idea de un
Dios hecho Hombre y entregado a darnos la vida eterna dando su Vida en una
muerte de Cruz, es algo imposible de creer y confiar en nuestra pequeña y
limitada cabeza.
Es evidente que nos hace falta la fe. Y como no la podemos tener porque no entra en nuestra limitada mente, necesitamos buscarla y pedirla a nuestro Padre Dios. Porque, solo Él puede metérnosla en nuestra cabeza. Y si no la buscamos en Dios, suplicándole que nos la dé, nunca la encontraremos. Nuestra razón no ha sido creada para poder entender lo imposible. Eso solo está supeditado a Dios. Para Él no hay nada imposible.
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