Todo depende donde
pongas tu mirada. Si la tienes fija en el éxito, el poder, la riqueza o el
placer, tu vida se convertirá en una batalla por estar encima de los demás, ser
el más fuerte o el de más poder. Confundirás la felicidad con tener poder,
riquezas y ser el mejor, y te pasarás la vida preocupado y compitiendo para que
nadie te quite tu situación o estatus. Al final vivirás impaciente y en
constante preocupación.
Porque, no se
puede estar en paz y ser el primero; o buscar la paz por medio del dinero; o
servir a dos señores al mismo tiempo. U olvidas el dinero o te sinceras y
olvidas tu hipocresía de aparentar que sirves a Dios. Es evidente que tratar de servir a ambos es
contradictorio e imposible. Terminarás por dejar a uno y servir a otro.
Ese es el caso que
nos ocupa en el Evangelio de hoy, elegir entre servir a Dios o al dinero.
Ejemplos tenemos muchos delante de nuestras propias narices en muchos planos de
la sociedad en la que vivimos. Llámese mundo político, económico, empresarial,
deportivo y hasta religioso. Sin darnos cuenta ponemos esas nuestras ambiciones
por encima de Dios. Y, lo sabemos y lo decimos: Dios es lo primero.
Es evidente que cuando otras ambiciones ocupan gran parte de nuestro corazón, el encuentro personal con nuestro Padre Dios, el Hijo y el Espíritu Santo, es decir, la Trinidad, se debilita, se aleja y llega al extremo de olvidarse. Y no se trata de tachar esas otras ambiciones como malas, sino, simplemente, ponerlas en su justo lugar. De modo que a Dios lo que es de Dios, y al Cesar lo que es del Cesar.
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