Es posible que tenga y hagas muchas cosas buenas. Pero eso no te diferencia de los demás, porque, ¿quién no ha hecho y hace cosas buenas? Lo difícil será reconocer las cosas malas y, arrepentido, pedir perdón.
Y para reconocerlas necesito un corazón humilde, contrito y abierto. No es el caso del fariseo que Jesús nos pone hoy. Un corazón satisfecho, engreído y prepotente, que mira a los demás muy por debajo de él, y que todo el acento lo pone en el cumplimiento de la ley, olvidándose del espíritu, la misericordia y el amor.
Esa es la actitud que denuncia Jesús. Una actitud soberbia y orgullosa. De suficiencia y poder. Y, por el contrario, le agrada y la enaltece aquella otra actitud del publicano. La actitud humilde, sencilla, consciente de sus debilidades y limitaciones, pues se sabe criatura y, por supuesto, pecador.
Es menos que un paso la distancia que hay entre el reconocerse pecador y el perdón de Dios. Lo descubrimos en la Cruz, cuando a su derecha, el buen ladrón recibe inmediatamente el perdón por su reconocimiento y arrepentimiento de sus pecados. Hoy, Jesús, nos dice lo mismo en aquel publicano, de corazón contrito y arrepentido.
¡Qué hermosa lección! Danos Señor la sabiduría de descubrir la basura de mi corazón y la capacidad de ofrecértela para que me limpies. Amén.
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