No se trata de alborotar ni de armar escándalo en el sentido estricto de la palabra. Se trata de que nuestro actuar deja consecuencias que puede intoxicar o purificar a los demás. En uno u otro sentido decimos que escandalizamos a los demás, sobre todo a los más indefensos e ingenuos, que como siempre son los más débiles y pequeños, es decir, los niños, cuando les inducimos a cometer malas acciones.
Es tan importante y grave que Jesús dijo a sus discípulos: «Es imposible que no
vengan escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien vienen! Más le vale que
le pongan al cuello una piedra de molino y sea arrojado al mar, que
escandalizar a uno de estos pequeños».
Por eso, como somos débiles y propensos a tropezar con la misma piedra, necesitamos orar y alimentarnos con el Cuerpo y la Sangre del Señor para, arrepentidos, liberarnos de la tentación y provocación de escandalizar. Tenemos la promesa del perdón, y experimentamos que, por la Misericordia de Dios, somos sostenidos y perdonados siempre que nos duela nuestra actuación y nos arrepintamos de corazón.
De la misma manera tendremos que perdonar nosotros cuando, reprendido el pecador, presente un corazón sincero y arrepentido. Porque sin arrepentimiento no hay perdón, condición indispensable para que el perdón se produzca. Así, descubrimos que, siempre que sintamos dolor y arrepentimiento por el mal hecho a alguien, encontraremos la comprensión y Misericordia del Padre Dios.
Pidamos que el Señor, como hicieron los apóstoles, nos aumente nuestra fe, porque es tan pequeña que se resquebraja al menor descuido y tropiezo.
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