Seguimos porfiando y retando al Señor. No terminamos por creer a pesar de sus milagros y su ternura. Tampoco nos, si nos sorprende, afecta su misericordia, pero no llegamos a cambiar. Seguimos erre que erre esperando un Mesías tal y como nosotros pensamos y queremos. No queremos un Mesías que venga a hablarnos de la Voluntad de Dios. Nuestro Mesías es el pensado y querido por nosotros.
De alguna manera también nosotros interpretamos la Voluntad de Dios. Nuestro corazón permanece endurecido y continúa hermético a toda Palabra de Dios. Queremos pruebas y milagros que nos aparten nuestras dudas. Todos estamos expectantes para que el Señor nos convenza. Tendremos fe si vemos milagros. Todos buscamos razones que refuercen nuestra fe y estamos ávidos de encontrar a personas que nos hablen y nos muestren experiencias o milagros.
¿Dónde queda nuestra fe? Porque, si para creer necesitamos milagros, nuestra fe no tiene razón de existir. Con milagros y pruebas creerán todos. Se necesitaría ser tonto para viendo milagros no tuviésemos fe. La fe es realmente auténtica cuando se fía sin necesidad de ver. La fe exige la confianza de creer sin ver. Ese es nuestro mérito, regalo de Dios que nos da esa oportunidad. Para eso nos ha creado libre, con capacidad de elegirle o rechazarle.
Y a pesar de su Resurrección, el milagro de los milagros, seguimos incrédulos y resistiéndonos a fiarnos del Señor. Quizás el mayor milagro sea la Misericordia de Dios que, pacientemente, nos soporta, nos aguarda, nos espera y nos sostiene hasta el final de nuestra vida con la oportunidad y la esperanza de volvernos a Él y confiarnos a su Amor y Misericordia.
Dios se ha hecho Hombre y ha venido, encarnado en Naturaleza Humana, de María, por obra del Espíritu Santo, para revelarnos que el Padre nos quiere y en Él nos ha dado la oportunidad de salvarnos, puesto que ha pagado con su Muerte por nuestros pecados. Y con su Resurrección nos ha dado la Vida Eterna.
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