Diría que nada ha
cambiado. Tanto los ricos de ayer como los de hoy, salvo excepciones, ni ven la
pobreza de otros, ni tampoco se compadecen. Como muy bien cuenta la parábola,
aquel hombre rico – que representa a todos los ricos, incluso más allá de los crematísticos
– es indiferente al pobre que, a su puerta, sufre de un modo considerable la carencia
de todo. Y así, hoy, sucede entre muchos, excluidos del mundo, y otros, con
abundancia notable.
La diferencia es
insalvable. Entre los ricos del mundo y los pobres excluidos de él. No
obstante, sabemos que Jesús declara sus predilectos a los pobres o excluidos.
De alguna manera, Él, experimenta también esa pobreza y exclusión desde su gestación
en el seno de María antes de venir a este mundo. Y, previo a su nacimiento, fue
excluido hasta el extremo de venir a este mundo en un abandonado establo. Allí,
sus padres, se ingeniaron un pesebre.
De la misma
manera, esa distancia entre unos y otros será, tal como cuenta la parábola,
también insalvable en la verdadera vida eterna. Y no es que la indiferencia hacia
el otro no se pague y se perdone. ¡Claro que sí, la Misericordia de Dios es
Infinita! Ahora, ahora ese perdón exige arrepentimiento y reparación. Nuestro
Padre es infinitamente Misericordioso, pero también infinitamente justo.
Y eso lo vemos en la conclusión de la parábola que hoy nos trae el Evangelio. La clave es compartir, y también la fe. Una situación muy de acuerdo con los tiempos que corren y muy actual en cada época de nuestra vida.
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