Si nos preguntáramos, ¿a qué ha venido Jesús? La respuesta no puede ser otra que la de liberarnos del pecado. ¿Y por qué? «podíamos seguir preguntándonos» porque el pecado nos esclaviza y somete nuestra libertad. De modo que, ya no somos libres, sino que quedamos sometidos a nuestra concupiscencia y apetencias humanas de la carne. Hacemos ─ como diría Pablo ─ lo que no queremos hacer, y no lo que queremos.
Pues bien, la misión de Jesús está claramente definida: liberarnos del pecado que mata y secuestra nuestra libertad impidiéndonos hacer el bien. Porque, ser libre es estar en actitud permanente de buscar la verdad y hacer el bien. Quien es libre no desea el mal y su voluntad está empeñada en hacer y buscar siempre el bien propio y de los demás. ¿O es que no lo has experimentado en tu propia vida? Cuando te has sentido libre has deseado y querido hacer el bien. Otra cosa que, nuestra debilidad y naturaleza herida ─ por el pecado ─ nos pueda y nos someta.
Para eso llama a Leví – Mateo – al pasar y verlo sentado en su mesa de recaudador de impuestos para los romanos. Sucede que Mateo responde y le sigue. Se supone que, Mateo estaba inquieto y algo había oído y le atraía de Jesús. Aquel seguimiento perdura hasta hoy. Le siguió el resto de su vida – fue uno de sus doce apóstoles y evangelista - en este mundo y está con Él, en el otro, eternamente.
Sin embargo, la cuestión que nos ataña a nosotros es otra distinta. No tanto el testimonio de san Mateo, que ya nos lo ha dejado escrito en el Evangelio, sino nuestra respuesta a la llamada del Señor. Porque, también a ti y a mí nos llama el Señor. A nosotros y a todos los que continuamos peregrinando por este mundo todavía. Y nos invita a seguir, a escuchar su Palabra y a tratar de vivirla – asistidos por el Espíritu Santo – que ha bajado sobre nosotros en la hora de nuestro bautismo. El mismo Espíritu Santo que asistió y estuvo con Jesús. Por tanto, reflexionemos al respecto.
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