El amor, el verdadero amor, es permanente y, por tanto eterno.
Eterno en el tiempo que permanezcamos en este mundo, y, eterno, en el sentido
peyorativo de la palabra, cuando estemos en la presencia de nuestro Padre Dios.
El amor dura y es para toda la vida y, en consecuencia, el matrimonio es
indisoluble. Otra cosa es que antepongas tu egoísmo, tu satisfacción o tu
interés y que, eso que llamabas amor, ahora es un problema y un estorbo
imposible de sostener y permanecer en él. Es un problema, porque se interpone entre
tu propia pasión, placer, satisfacción o interés.
Pero, no es que el amor no sea para siempre, sino lo que
nosotros llamamos amor no es verdadero amor sino que está condicionado por
nuestros apegos y apetencias desde nuestro propio egoísmo. Dios, nuestro Padre,
nos ama desde la eternidad y para la eternidad. Y nos ama por encima de
nuestros pecados y miserias. Su Amor es infinitamente misericordioso y está
siempre abierto al perdón. Nos quiere y nos acepta tal como somos y, con su
amor, nos propone ir mejorando y perfeccionándonos. Esa es la propuesta:
anteponer el amor – ágape – a nuestros egoísmos, pasiones e intereses. Y,
permaneciendo en el Señor no es una utopía, sino una realidad. Para eso recibimos
el Espíritu Santo a la hora de nuestro bautismo. En y con Él podemos permanecer
fieles al compromiso de nuestro amor. Tal y como lo hace nuestro Padre Dios con
nosotros. Porque, el amor, más allá de ser satisfactorio, es un compromiso. Así
nos ama nuestro Padre Dios, por encima de todas nuestras decepciones y pecados.
Posiblemente, decepcionamos al Señor muchas veces. No damos la talla ni cumplimos su Voluntad tal y como a Él le gustaría. Nos reconocemos pecadores, pero, a pesar de todo eso, Dios, nuestro Padre, nos quiere y nos perdona. Y nos prepara, como veíamos ayer, una morada en el Cielo. Así, injertados y en su presencia, debemos y tenemos que permanecer en su Amor. Ese es el reto.
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