Si
miramos sobre nosotros mismos observaremos que nuestra vida viene a ser como si
de una semilla se tratara. Nacemos y nos
desarrollamos, pero, si nuestro corazón se cierra a toda llamada de amor y se
vuelve sobre sí mismo de manera egoísta, tu vida – cerrada al amor – queda
vacía y estéril. Lo mismo ocurre en la
semilla que, tirada sobre la tierra, no se abre y muere, queda baldía y no da
frutos. Porque, para que tu vida, como la de la semilla, dé frutos necesita
abrirse y perderse a sí misma para, muriendo, dar frutos.
Levantemos
la mirada hacia nuestro Señor Jesucristo. Se hizo hombre, despojándose de su
gloria celeste ha venido a este mundo y, abierto a todos por amor ha entregado
su Vida para rescate de nuestra dignidad de hijos de Dios y liberación de la
esclavitud del pecado. Jesús es la Semilla que, sembrada en la tierra de
nuestro corazón, nos invita a despojarnos de nuestra vida para entregarla en
servicio y por amor a los demás.
Simplemente,
la solución de este mundo no pasa por las ideologías y propuestas de los
hombres, sino por la entrega – por amor – de cada hombre a su prójimo. Es lo
que nos transmite Jesús cada día en y con su Palabra y su Vida. Pero, al
parecer, este mundo, sobre todo los poderosos, como los de su tiempo, siguen
ciegos y endurecidos su corazones.
—La
solución —dijo Manuel— es tan sencilla y clara que no verla supone estar
sometido al pecado. Se experimenta muy palpablemente que no somos libres.
Estamos sometidos y esclavizados a nuestra propia naturaleza herida por el
pecado.
—Sencilla
pero difícil de hacer vida en la propia vida —respondió Pedro.
—Sí,
difícil será siempre. Es esa cruz de la que se habla muchas veces. Pero, no
imposible de vivir. ¡Claro, nunca solos sino injertados en Jesús!
—De
ahí la gran importancia —dijo Pedro— de nuestro bautizo. En él recibimos al
Espíritu Santo que nos fortalecerá y auxiliará para llevar a cabo esa lucha de
cada día.
Animados y fortalecidos en el Espíritu, Manuel y Pedro, siguieron su camino en la esperanza de, en el Espíritu Santo, ir ganando la batalla de cada día en esa guerra de su propia vida hasta el día, la hora y el instante de presentarse ante el Señor.
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