A pesar de la
tragedia y de la Pasión que Jesús padece, aceptándola libremente, el mal se ve
denunciado por la bondad del corazón humano. Hay un sentimiento de esperanza y,
sobre todo, de confianza. Llega la luz y entra por alguna rendija dentro de
nuestro corazón. Hay testigos que se identifican con el dolor de Jesús y se
compadecen: Simón de Cirene; el centurión, que saca de sí una auténtica
profesión de fe; María Magdalena, José se Arimatea y otros.
El mal, aunque
aparentemente parece el vencedor, queda en entredicho y no logra disipar el
bien. El amor está presente y se fortalece en la Cruz. Jesús, aparentemente
derrotado, condenado y muerto en la Cruz, deja la huella viva de su Amor Misericordioso
que Resucita y triunfa. Desde ese momento la Cruz se hace signo de salvación
para todos los que confían y creen el Jesús de Nazaret, Hijo de Dios Vivo. Y
también, nuestras cruces, podemos convertirla en dones del amor de Dios
misericordioso con las que nos unimos a su Pasión, muerte y Resurrección.
La Pasión es la historia
de salvación que Xto. Jesús, nuestro Señor, acepta libre y voluntariamente para,
entregando su Vida, rescatarnos y liberarnos de la esclavitud del pecado. Y,
por otro lado, es también la historia de tu propia pasión: la cruz de tu propia vida que deberás, por la
confianza en tu Padre Dios, aceptar libremente y cargar con ella hasta tu
partida hacia la Casa del Padre.
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