La tradición y la
propia familia actúan muchas veces como antídoto contra el crecimiento y
maduración tanto humana como espiritual. En lugar de ser circunstancias y ambientes
favorables para catalizar y permitir el crecimiento y madurez tanto humana como
espiritual, resulta que actúan de forma contraria.
Una voz nueva que
anuncia cosas nuevas, vino nuevo y para el cual pide odres nuevos, es rechazada
y solamente ofrecido odres viejos. No salen de lo tradicional y acostumbrado y
remiendan lo aparente nuevo con paños viejos. De esa manera, el anuncio de la
Buena Noticia no llega, queda eclipsado y oculto por lo tradicional, lo
acostumbrado y lo ya conocido. Viene de nuestros antepasados y se opone a lo
nuevo. Y menos en boca de un desconocido que sabemos y conocemos de donde
viene.
Ese fue el resultado
de lo que sucedió con Jesús en su propia ciudad; en y con sus propios paisanos
y familia. No fue escuchado ni atendido. Era uno de los suyos, el hijo del
carpintero y de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón. Y sus
hermanas, ¿no viven con nosotros aquí? ¿De dónde saca todo eso?
La conclusión: «No
desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa».
Y, en consecuencia, Jesús no pudo hacer allí ningún milagro, y sucede lo mismo
hoy aquí, en nuestros ambientes y en nuestras parroquias y pueblos. Nos falta
la fe, la confianza en el Señor. Y a los que tenemos al lado los conocemos, ¿y
qué nos van a decir?
Posiblemente no le damos ningún valor a aquellos que nos hablan y nos dan testimonio de su fe. Quizás esperamos cosas grandiosas que nos asombren y perdemos la oportunidad de descubrir que Dios está en lo sencillo, en la brisa suave o en las cosas pequeñas y débiles. Abramos los ojos.
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