Cuando
experimentas que tu vida no termina en este mundo sino que, tras el paso por éste,
estás llamado a una vida eterna, tu alegría se hace incontenible y definitiva.
Y sientes un deseo, también incontenible, de anunciarlo a la humanidad: Hemos
sido creados para la vida, vida eterna y gozosa.
Ahora, a lo largo
de tu camino vas experimentando debilidades y pecados. Sientes miedo de que
puedas perder esa gloria de eterna felicidad y, por tus pecados y obstinación,
la conviertas en una eternidad de dolor y sufrimiento inimaginable. Somos
frágiles y fáciles de seducir por los peligros del alma: mundo, demonio y
carne.
Por eso, se hace
absolutamente necesario estar y caminar junto al Señor. Sobre todo, abierto a
la acción del Espíritu Santo que recibimos en nuestro bautismo. Con y en Él
resistiremos los embate de las tentaciones, de la carne y pasiones y lograremos
superarlas. Cristo lo ha hecho y, rebajándose a su condición divina, sin dejar
de tenerla, ha experimentado y sufrido todo el dolor humano propiciado por
nuestros pecados sin culpa de pecado. Simplemente por amor y libremente.
De tal manera que, solo por los méritos de su Pasión y muerte, hemos sido rescatado del pecado y devueltos a nuestra dignidad de hijos de Dios. De modo que si creemos en Él viviremos también en Él y seremos felices eternamente. Y esa alegría, una vez que la experimentemos, no podremos callarla más. Necesitamos anunciarla a la humanidad.
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