Nuestro instinto
nos lleva a protegernos. Y, precisamente, esa protección deja a Dios a un lado.
Nos sentimos seguros por nuestros propios medios. Atesoramos bienes y riqueza
para tener poder y protección. Y eso nos aparta de la seguridad de Dios. Porque,
sólo despojado de toda seguridad experimentamos la protección y seguridad que
nos viene de Dios.
La experiencia nos
lo demuestra en esos momentos trágicos por los que pasamos en nuestra vida.
Bien dice el refrán: «no nos acordamos de Santa Barbara sino cuando
truena» Y eso es lo que suele suceder cuando
pasamos por momentos de malos, bien sea de salud, económicos, de seguridad… Son
esos momentos cuando recurrimos a la Virgen, nuestra Madre, y a nuestro Padre
Dios. Entonces nos vemos en manos de Dios y experimentamos su presencia y
protección.
Es esa la
confianza que nos pide Dios: despojarnos de todo y ponernos en sus manos. No
importa el poder, la economía, la fortaleza… todo nos viene de Dios. Eso no
implica que hagamos lo que está de nuestra parte y nos proveamos de lo
necesario, pero siempre pensando y teniendo en cuenta que nuestra seguridad,
fuerza y fortaleza no está en el dinero o el poder, sino en el Amor de nuestro
Padre Dios que nos envía y, como a su Hijo, nos pide que expongamos nuestra
vida.
De ahí eso que nos dice hoy en el Evangelio: (Mt 10,7-13): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis. No os procuréis oro, ni plata, ni calderilla en vuestras fajas; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece…
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