Mc 10,2-16 |
Juventud, divino tesoro. Nuestra experiencia nos dice que los niños son limpios, puros, soñadores e ilusionados y cargados de buenas intenciones. Tienen buenos principios, son solidarios, compasivos y buenos. Inocentes e indefensos y se protegen en sus padres. Son criaturas de Dios que en la medida que crecen y maduran no lo hacen de acuerdo con la Voluntad de Dios. Tendríamos que preguntarnos, ¿qué sucede en ese paso de niño a joven, y de joven a adulto?
Es evidente que algo ocurre dentro de nosotros que nos hace mal y nos desvía de la ruta que tenemos sellada en nuestros corazones. Posiblemente, junto a la buena semilla sembrada en nuestros corazones, crece la mala hierba - el pecado - que el demonio ha sembrado. Y nuestro crecer y madurar se ve amenazado y tentado por esa mala hierba que nos ahoga, nos arrastra y nos transforma.
El cansancio del camino, el polvo que nos incomoda, la rutina de siempre lo mismo y la indiferencia que se va apoderando de nuestra alma terminan por agotar y paralizar nuestras inquietudes e ilusiones que traíamos desde nuestra infancia y juventud, y nos retiramos a descansar en las seducciones de este mundo. Abrimos la puerta ancha y pasamos a caminar de forma más despreocupada e indiferente a la presencia de Dios en nosotros. Y, en consecuencia, nuestro corazón se endurece y se individualiza egoístamente.
Con un corazón endurecido e irreconciliable la semilla del divorcio hace presencia. El fruto del amor se ha podrido y buscamos, no el amor ágape, sino el placer, el gozo y nuestras propias satisfacciones. No se busca el compartir y la unidad, sino la propia satisfacción individual. Y nace esa soledad contraria a la propia esencia del ser humano, que es unidad, compartir, amor. Porque, desde el principio el hombre y la mujer fueron creados para unirse y amarse y, en consecuencia, procrearse. La familia, la célula de la sociedad. Y esa familia, de donde nace la sociedad, necesita compromiso y unidad.
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