En muchos momentos de nuestra vida vivimos de y en apariencias. Nos gusta y nos resulta más fácil aparentar y mostrarnos como nos gustaría ser y no como realmente somos. De manera espontánea escondemos nuestro obrar y ser natural para mostrarnos tal como quisiéramos ser. Es decir, aparentamos ser lo que no somos. Aceptar tu realidad y mostrarte tal como eres es el primer paso para enderezar, allanar y poner tu vida en sintonía con la Palabra de Dios. Ser coherente entre lo que eres y como te muestras. Precisamente, el Evangelio - Mt 21,28-32 - de hoy, nos muestras una estampa en la que Jesús, a través de una parábola, nos pone delante la incongruencia entre lo que se dice y se hace. Y es que lo que se dice tiene verdadero valor cuando se corresponde con lo que se hace.
Es indudable que, llamado uno de los hijos a que vaya a trabajar a la viña, responde, sin esconder su apetencia, que no. Más tarde, recapacitando, obedece y va a trabajar a la viña. Respecto al segundo hijo, llamado a que vaya a trabajar a la viña, responde que sí, pero, luego, quizás por pereza o por gandulismo, desobedece y no va. La parábola nos deja con claridad meridiana que la verdad no está en lo la palabra sino en el corazón. Y de lo que rebose el corazón, se muestra, aunque se esconda, en los actos de la vida. Las apariencias emergen y salen a la luz tarde o temprano.
Posiblemente, nuestra piedad – relación con Dios - no tendrá ningún valor de autenticidad si nuestras palabras no caminan al miso ritmo que nuestro corazón. Y eso significa que si Dios no está en el centro de nuestra vida, nuestros pasos perderán su rumbo y su sentido. El amor, para que sea verdadero amor tiene que partir de Dios. Jesús, nuestro Señor, nos ha enseñado a amar, no sólo con su Palabra, sino también con su vida. Y así, por ese camino, tendremos también nosotros, con Él se puede, que caminar y amar. No nos valen otras cosas – entre ellas la piedad – sino la entrega del corazón con la fe puesta en Él. Entonces sí, nuestras oraciones tienen sentido.
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