Lc 15,1-3.11-32 |
La Misericordia de Dios es la tabla de nuestra salvación. Por su Inmenso Amor Misericordioso vivimos en la esperanza de regresar a su Casa. Esa Casa de donde hemos salido, porque de Él venimos y a Él seremos devueltos, pero queremos llegar arrepentidos y con dolor de contrición de todos nuestros pecados e ignorancias vividas en el peregrinar de nuestro camino.
Queremos vivir esa experiencia del hijo que, salido de su casa creyéndose capaz de alcanzar la felicidad por su cuenta, experimenta el error de su ignorancia y el dolor de su pecado. También, nosotros, Padre del Cielo, hemos querido marcharnos de tu Casa y enfrentarnos al mundo por nuestra cuenta. Creyendo, incluso, que son mejores nuestros planes que los tuyos.
Ahora, experimentado nuestro error, nos damos cuenta de nuestro pecado y te pedimos fuerza para levantarnos y, humillados, encontrar la fortaleza de iniciar el regreso. Es decir, la conversión. La esperanza es lo último que se pierde y ella nos sostiene en pie y en camino. Saber que tengo un Padre que me espera y que me quiere es una gran bendición. Eso hace renacer la esperanza y la motivación de levantarte y emprender el regreso.
Un Padre que también es Madre, como nos recuerda aquel cuadro de Rembradt, conservado en el museo de Hermitage en San Petersburgo (Rusia), donde se observa ese abrazo lleno de ternura fraterna y materna del Padre y la diferencia de sus dos manos señalando la feminidad de una y la masculinidad de la otra. Y ante esta acogida y recibimiento, es bueno reconocerte pecador e hijo inmerecido e indigno de ser perdonado. Es bueno experimentar la Misericordia del Padre, que no se cansa de esperarte y que siempre tiende sus brazos abiertos a tu arrepentimiento y dolor de contrición.
Es bueno, digo, darte cuenta del Amor gratuito del Padre. Un Padre que te ha regalado todo y que espera que regreses a Casa, porque es en ella donde está todo lo que buscas, tu plena felicidad y Vida Eterna.
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