El hombre es un
ser en relación. Eso significa que naces ya en el seño de una familia a la que
irremediablemente estás vinculado. Y, precisamente, en ella aprendes a
relacionarte. La familia es, pues, el medio y el núcleo de tu aprendizaje de
relación con los demás. Primero a los que están unidos a ti por vínculos sin
los cuales será imposible vivir.
El hombre necesita
saber su historia, de dónde viene y quién realmente es. Desde ahí tratará de
darle sentido a su vida y trazar su propio objetivo. Sin la familia le será
imposible orientar su vida y buscarle el verdadero sentido. Precisamente, eso
fue lo que le ocurrió a aquel joven. Pensó que no hacía falta para nada la
relación con su padre y se alejó de él. De alguna manera rompió su vínculo con
su familia y creyó que así podía orientar su vida. Quizás nos está ocurriendo
ahora a nosotros algo parecido, queremos romper la familia y organizar un mundo
diferente rompiendo esos vínculos que nos unen. Posiblemente ocupamos el lugar
del hermano joven de la parábola.
Por otro lado, el
hermano mayor también asumía otra mentira. Él no necesita, según su forma de
actuar, de ninguna relación. Sí estaba en la casa del padre, pero se manejaba a
su antojo y no se sentía vinculado a su padre ni a su hermano. Tal es así que
le señala con el dedo cuando, arrepentido, regresa a su casa. Y esta conducta
también está muy presente en nuestra sociedad. ¿Qué clase de cristianos somos?
¿Estamos en relación con los demás o caminamos por nuestra cuenta? El camino
sinodal propuesto por la Iglesia nos responde a este interrogante.
Esa es la posición
del padre, sostener y mantener la unidad. Estar al lado de ambos y ser siempre
el nexo entre ambos. Precisamente, esa es nuestra historia, somos hijos de un
Dios Amor y Misericordia que se preocupa por nosotros y nos incita a amarnos
con misericordia en verdad y justicia tal y como Él nos ama.
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