Lc 4,21-30 |
Es difícil ser reconocido en tu tierra, sobre todo por los más cerca de ti y los que te conocen. No sé decir la causa de que esto suceda, pero la realidad es que sucede. Posiblemente es que les cueste reconocer las cualidades de quien ellos conocen sus orígenes y eso no les deje ver lo bueno y valioso de su actuación. El caso es que a Jesús le sucedió y eso y les dijo: «Seguramente me vais a decir el refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’. Todo lo que hemos oído que ha sucedido en Cafarnaúm, hazlo también aquí en tu patria». Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria.
Todos esperan un Mesías poderoso, espectacular, héroe de cosas grandes, notables, que desprendan alabanzas, elogios y admiración. Y ocurre todo lo contrario. Jesús se presenta de forma muy humilde, en silencio y sólo pone las palabras precisas que nos muevan a la fe y a la obediencia de la Palabra de Dios. Quieren que haga en Nazaret todo lo que han oído que ha realizado en Cafarnaúm, porque muchos, que lo conocen desde niño, dudan de que Él sea el Mesías.
Igual nos pasa ahora. Queremos demostraciones, signos y pruebas que nos despejen nuestras dudas. Y son los que no tienen nada, los pobres, los más inclinados a creer. Porque la fe no se demuestra con la palabra, sino con la vida. ¿Y qué vida vivimos nosotros, la que nos dicta la Palabra de Dios o la que dictamos nosotros? Esa debe ser nuestra reflexión de hoy.
Creemos en Dios, pero en un Dios fabricado por nuestra mente e imaginación y de acuerdo con nuestros criterios y apetencias, y según nuestros intereses. Lo que ocurre que ese Dios no existe sino en nuestra mente y nunca lo encontraremos. Por eso, rechazamos al verdadero, que está a nuestro lado y que nos entrega su vida, enviado a su Hijo, a quien nosotros no reconocemos y rechazamos, para darnos la plenitud de la vida eterna.
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