La hipocresía
siempre ha estado presente en la vida de los hombres. Es la puerta de la
mentira, de la falsedad y del pecado. Mientes para aparentar lo que no haces.
Dices ser pero mientes en el hacer. Y cuando se descubre esa incoherencia la
hipocresía queda desnuda y visible.
El Evangelio de
hoy martes plantea ese problema. Algunos de los fariseos y herodianos de la época
de Jesús le buscan para plantearle una pregunta con la intención de ponerle en
un aprieto y echar abajo su prestigio. Buscan enfrentarlo con el Cesar y le
hacen esa pregunta: «Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa por
nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con
franqueza el camino de Dios: ¿Es lícito pagar tributo al César o no? ¿Pagamos o
dejamos de pagar?».
Conocemos la
respuesta: Traedme un denario, que lo vea». Se lo trajeron y les dice: «¿De
quién es esta imagen y la inscripción?». Ellos le dijeron: «Del César». Jesús
les dijo: «Lo del César, devolvédselo al César, y lo de Dios, a Dios».
Es evidente que
cada cual tiene su lugar en la sociedad. El Cesar es el emperador pero también
un hombre, criatura de Dios. Tendrá su puesto y lugar pero no deja de ser un
hombre. Por el otro lado está Dios, Creador y Señor de todo lo visible e invisible.
Señor de la vida y la muerte y Padre nuestro. Un Padre Dios del que nos habla
Jesús y del que nos anuncia su Amor Misericordioso y deseos de rescatarnos como
verdaderos hijos rescatándonos nuestra dignidad perdida por el pecado.
Y esa es la cuestión, discernir a la luz del Espíritu Santo quien es el Cesar y el lugar que ocupa y quien realmente es nuestro Padre Dios. Por tanto, daremos al Cesar, entendiendo por Cesar nuestros derechos y deberes respecto a nuestros compromiso en el mundo que vivimos, y lo que le corresponde a Dios, nuestro Padre, adoración y alabanza por los siglos de los siglos y, según nuestro compromiso de bautismo, amor a Él y al prójimo.
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