Juzgar
no es cosa fácil. Y no lo es porque el juicio pertenece solo a Dios y al querer
suplantarlo el hombre, se equivoca. Por otro lado, solo puede juzgar Aquel que
es Perfecto y puede hacerlo, y eso solo corresponde a Dios. Por tanto, tratemos
de no juzgar porque no está en nosotros esa capacidad de juicio.
Por otro lado, si tú eres consciente de que comete errores y pecados, ¿cómo te atreves a juzgar a tu semejante? Es algo que está fuera de todo sentido común y toda lógica. No puedes corregir a tu hermano cuando tú tienes, quizás, mayores errores y pecados que él. Además, tengamos en cuenta que en la medida que juzguemos seremos también juzgados nosotros. Es decir, según tus juicios, si te atreves, sobre los demás, así, en la misma medida serán los juicios contra ti.
—Es
terrible pensar que de la misma manera que juzgo a una persona, así también
seré yo juzgado —irrumpió Pedro frunciendo el ceño.
—Ni
más ni menos —dijo Manuel—. Así de claro. La misericordia que tú emplees con
otros será la que empleen contigo. Luego, si quieres que te hagan un juicio
misericordioso, sé tú misericordioso con otros.
—Es
esperanzador saber esto y tratar de no atreverse a juzgar a nadie. Pero,
también —continuó Pedro— la tentación de juzgar no es fácil vencerla. La
experiencia nos lo demuestra a cada momento.
—Es
cierto, somos tentados —dijo Manuel— a juzgar a otros, y a ser benévolos con
nosotros mismos. No nos damos cuenta qué cuando juzgamos estamos usurpando el
puesto a nuestro Padre Dios, porque, Él es el único que tiene derecho a juzgarnos.
Y eso es grave.
—Tan
grave que también seremos juzgado nosotros con esa medida que juzgamos a los
demás —concluyó Pedro.
Y así es. El Evangelio de hoy no deja lugar a duda. Simplemente, ponernos en lugar de otros nos ayudará a ver que también nosotros cometemos los mismos errores. Por tanto, dejemos que sea nuestro Padre Dios quien nos guzgue a todos, porque solo su juicio será justo y merecido. Y además, llenos de esperanza en su Infinita Misericordia.
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