Algo que estás viendo y que llegas a comprender no necesita fe. Eso es lo que hace la ciencia, descubrir algo que está oculto a simple vista o dar razones por qué suceden ciertas cosas. No es necesaria la fe para confirmar lo que se ve e incluso se demuestra.
Tampoco tendría ningún mérito o colaboración por nuestra parte que Jesús nos pusiese las cosas claras. El mundo hubiese sido pensado y construido de otra manera. Sería absurdo sufrir cuando todo está delante de nuestra vista y muy claro. ¿Qué sentido tendría sufrir? Ni tampoco ser libre, porque la libertad implica tener que elegir y ser responsable. Si todo está decidido y claro, ¿para qué elegir o tomar decisiones, que ya se han tomado por mí?
El mundo es como Dios ha querido que sea. Y esa es la mejor manera, porque Dios no se equivoca, por eso es Dios. Y hombre ha sido creado libre para poder elegir entre la vida y la muerte. De ninguna otra manera lo podría decidir. Por eso, Jesús, el Hijo de Dios Vivo, ha sido enviado a la tierra para, igualándose con el hombre, y rescatándole con su Muerte, darle la oportunidad, al ser libre de elegir, de optar por la Vida o la muerte.
Y es entonces cuando entra la necesidad de la Fe. La fe de fiarse, de abandonarse, de tener confianza y de dejarse conducir por el Espíritu Santo para alcanzar la Vida. Esa Vida que Jesús nos propone y que nos lleva a establecer un mundo justo y equilibrado. Un mundo de justicia, de amor y de paz, verdadero Reino de Dios.
Es el caso de Tomás, el apóstol incrédulo, que, por la Misericordia de Dios, tuvo la oportunidad de ver lo que no quería creer. Y también nuestro caso, porque tenemos muchos e innumerables testimonios y testigos; muchos razonamientos y nuestra propia razón que nos descubre la necesidad de un Padre Dios que nos ha dado la Vida, no para más tarde quitárnosla, sino para perpetuarla plenamente a su lado.
Aumenta, Señor, nuestra fe y danos la sabiduría de, como Tomás, saber responderte: "Señor mío y Dios mío". Amén.
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