(Mt 5,13-16) |
Sin lugar a duda que si imitáramos a la sal, el mundo, nuestro mundo iría mejor. La sal mantiene la comida con gusto y la hace apetecida. De igual forma, el cristiano debe ser ese punto de gusto, de gozo y alegría por vivir la vida.
Pero no confundamos la alegría y la paz con la diversión y la juerga. Hablamos de la alegría de sabernos esperanzados y, a pesar de nuestros dolores, sufrimientos y problemas, vivir confiados en que todo cambiará. Cambiará porque Jesús, el Hijo de Dios Vivo, nos lo ha prometido, se ha cumplido su Palabra y volverá algún día, porque ha Resucitado, a llevarnos con Él a la Vida Eterna.
Por eso, debemos ser como la sal y desprender sus buenos efectos. Pero, también debemos ser luz, la luz que nos salva de la oscuridad y nos alumbra el espacio, el lugar y el camino. ¡Cuánto la echamos de menos en lugares oscuro donde no tenemos nada a mano para alumbrarnos! La luz descubre la mentira y de forma transparente nos enseña la verdad. Quienes buscan la luz no esconden nada, porque en la luz no hay posibilidad de esconderse.
Por eso, las buenas intenciones son hijas de la luz, y, al contrario, las malas, están engendradas en el vicio, la oscuridad y la mentira. Y los creyentes en Jesús necesitamos ser sal y luz, para que nuestras vidas llenas de sabor y gusto por las cosas buenas y rectas, queden también alumbradas a la luz de todos y se puedan ver. No para lucimiento personal, sino como testimonio de de verdad y de ejemplo que nos mejora y nos hace la vida mejor.
Pidamos ser sal y luz que cumplan con sus propiedades. Sal que, conservada y mecida en las olas del mar esté siempre preparada para dar sabor a las sacudidas que el propio mundo nos da, y luz que como el sol, sea capaz de, pacientemente, aguardar las primeras horas del alba par destapar todo el aroma de la claridad del día y la hermosura de la verdad de la vida.
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