(Lc 10,21-24) |
La razón no siempre tiene razón. Parece una perogrullada, pero es cosa muy seria y grave. Porque cuando mucho razonamos nos sentimos sobrepasados por el misterio de Dios. Nunca podremos entender los planes de Dios. Igual que ocurre que, cuando niños, no entendemos que un burro no puede volar, o que Peter Pan es pura fantasia. Llegamos incluso a imaginar que esos seres pueden existir. Sería absurdo sacarnos de esa fantasía en esos hermosos y maravillosos años.
Lo mismo nos ocurre de mayores. Nuestra intelegencia nos puede traicionar y no dejarnos moldear por la Gracia de Dios que nos regala la fe. Porque le cerramos las puertas y le impedimos al Espíritu Santo que nos moldee nuestro endurecido y pedregoso corazón.
Por eso, Jesús, el Señor, comparte, lleno de gozo y de Espíritu Santo, este hermoso pensamiento: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron».
Tan claro está que no parece necesitar más comentario, pues, posiblemente lo confundiría más que aclararlo. Sólo decir que dar gracias supone estar, primero, agradecido. Y, Jesús, el Señor, lo está, y agradece al Padre este inmenso gozo que experimenta en el Espíritu Santo. Dar gracias es experimentarse necesitado de ayuda y, al recibirla, agradecerlo. Dar gracia es descubrir y reconocer nuestro origen divino, pues sólo de Dios hemos salido y a Él volveremos.
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