Lc 9,57-62 |
Diríamos
que la cuestión de seguir a Jesús no consiste en ir detrás de Él sino en el
esfuerzo de vivir como Él. Es cierto que nuestra fortaleza no es la de Él, pero
asistidos en su Espíritu podemos llegar a actuar como Él. Es esa la misión del
Espíritu Santo que lo recibimos en el instante de nuestro bautizo.
La
tentación está detrás de nosotros y esperando su oportunidad. Sabe y conoce
nuestra debilidad y deseo de ser importante, de alcanzar puestos relevantes y
de servirnos de ese seguimiento al Señor. Lo hemos conocido en los mismos
apóstoles cuando los hijos de Zebedeo solicitaban Jesús los primeros puestos. Y
cada uno de nosotros estamos avocados a esa tentación inherente a nuestra
naturaleza por el pecado. El sacramento del bautismo nos limpia, pero no para
siempre. Estamos, pues, en peligro de mancharnos en cada paso que demos, sobre
todo si lo hacemos solos y por nuestra cuenta.
La
conversión es el objetivo. Una conversión apoyada en la actitud del
desprendimiento, del desapego y del olvido de uno mismo para, amasado todo en
el servicio que dé como resultado el fruto del amor. Un fruto que necesitará el
auxilio del Espíritu Santo y la perseverancia de nuestra fe.
—Corremos
el peligro de convertir nuestro seguimiento al Señor en un camino cómodo, de
rosas sin espinas y que nos dé seguridad, prestigio y buena imagen —dijo
Manuel.
—No
entiendo —dijo Pedro— por qué el camino debe tener espinas, dolor y ser
incómodo. ¿Acaso hay que buscar el sufrimiento?
—¡No, no se trata de eso! ¡Se trata de amar! —respondió Manuel. Y, por experiencia, sabemos que amar incluye momentos e instantes de dolor, renuncias y sacrificio. El amor tiene también sus cruces y cuando amas tendrás también que amar esas cruces. Por tanto, seguir a Jesús supondrá abrazar también esa cruz del dolor, de la incomprensión y de la lucha de cada día contra el pecado. Y ya sabemos y conocemos la dureza de esa lucha. Lucha no solo contra el mal exterior sino también interior (nosotros mismos).
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