Es indudable que
una casa con niños desborda bullicio, desorden, pero también alegría.
Imaginarse una casa sin niños sería imaginar una casa triste, silenciosa, sin
movimientos y sin esperanzas. Que decir de los pueblos sin niños. Dejarían de
ser pueblos.
Los niños
representan el futuro, la inocencia, la alegría, la obediencia y confianza en
sus padres y personas mayores. Los niños llenan los pueblos y naciones de
futuro y esperanza, y también de crecimiento hacia una perfección ascendente y
mejor. Pero, tampoco hay duda de que los niños traen también problemas,
tristezas y situaciones difíciles que nos complican la vida. Pero, esa es la
esencia de la vida y la esperanza de vivir con sentido.
Me viene al
pensamiento que éste que ahora escribe está humilde reflexión, también fue niño
y, como es de suponer, nación en una familia y, en mi tiempo, en mi casa, nada
de hospitales. Y, este niño, dio alegrías y también tristezas. Y en su desarrollo
y camino ha experimentado alegrías y tristezas, salud y enfermedad, y ha hecho
vida en su camino formando otra familia que ha originado lo mismo, alegrías y
tristeza.
Pero, ¿qué es la
vida? Una suma de alegrías y tristezas que nos sirven para madurar, para crecer
y para darnos cuenta de que este mundo es un camino en busca de una verdad y de
una vida eterna. Jesús, el Hijo de Dios, nos lo dice en este Evangelio: «Dejad
que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como éstos
es el Reino de los Cielos».
Tratemos, pues, de ser siempre niños, es decir, hijos confiados, obedientes y esperanzados en el Padre, que nos ha creado, nos ha dado la vida y nos espera para compartir con Él su Gloria, plena de felicidad eterna. Nunca olvidemos que nuestra Padre Dios es un Padre Bueno, Misericordioso y, a pesar de nuestras inocentadas como niños, nos acoge, nos abraza y bendice. Mantengamos siempre esa alma de niños e hijos de Dios.
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