Cuesta
entender como Herodes, y muchos otros contemporáneos suyos, creyendo, o al
menos suponiéndolo, que de quien se hablaba prodigios y milagros era
posiblemente Juan que había resucitado, pues él lo había mandado matar– y no al
que llamaban Jesús – no creyese o se inquietase por tratar de cambiar y
plantearse la fe. Porque, es lógico que si crees que alguien, a quien tú mismo
has visto su cabeza separada del cuerpo, ha resucitado, ¿algo debes plantearte?
Al menos buscar, indagar y conocer quien es ese Personaje del que tanto se
habla.
Pues,
al parecer la oscuridad es tanta y tan poderosa que puede contra la capacidad
de reacción y de rebeldía. Sometidos por el bienestar permanecen instalados en
la comodidad y en la duda. No hay preguntas, interrogantes ni inquietud de
búsqueda. Todo se queda en una pasividad, de momento placentera, pero sin
horizontes de paz. La tierra del corazón se mantiene endurecida, incapaz de ser
filtrada por la semilla que el Señor ha sembrado. Todo queda a merced de los pajarillos
que dan buena cuenta de esa semilla instalada en la orilla del camino.
No
es cosa que ocurrió ayer – hace unos dos mil o más años – está ocurriendo hoy,
exactamente en este instante en muchos lugares del planeta tierra. Se
desprecia, se rechaza y se es indiferente al anuncio de la Buena Noticia. Se
antepone la fama, el éxito, el respeto humano, la palabra caprichosa, el prestigio,
el placer, la situación y muchas cosas más. Hoy se sigue, a pesar de los
milagros y testimonios, rechazando la Palabra de Dios.
—¿A
qué crees —preguntó Manuel— se debe este rechazo, Pedro?
—Supongo
que a darle más valor a las cosas de este mundo y al deseo de riqueza, placer y
comodidades.
—En
parte —agregó Manuel— las riquezas, el poder y todo lo demás son un gran
obstáculo para dar cabida a la fe. Jesús nos lo advirtió.
—Sí —respondió Pedro. Se hace necesario tener un corazón humilde y pobre para sentirse necesitado del Amor Misericordioso de Dios y corresponderle. Y las riquezas no ayudan.
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