domingo, 20 de marzo de 2016

DOMINGO DE RAMOS

(Lc 22,14—23,56)

Todo se entendió mal. Ya desde el principio los mismos apóstoles no entendían de qué Reino hablaba Jesús, y todo se vino abajo cuando los sumos sacerdotes y fariseos decidieron quitarlo del medio. Jesús estorbaba y con sus blasfemias amenazaba destruir el poder religioso que ellos ostentaban. La Pasión del Señor, desde mucho tiempo profetizada, estaba a punto de comenzar.

Todo empezó con algarabía y entusiasmo, pero tras las aclamaciones y cánticos, la soberbia y egoísmo prepotente de los sumos sacerdotes y fariseos decidieron prender a Jesús y juzgarlo acusándolo de blasfemo al proclamarse como Dios. No tenían razones, pero decidieron justificarlo de la manera que sea, con la mentira y el poder.

Hoy, en nuestras vidas ocurre un tanto igual. Justificamos muchas actitudes con mentiras, demagogia y falsas verdades para alcanzar nuestros objetivos. Sin ir más lejos, en mi país ocurre algo de eso ahora. Mientras la nación sufre, se desgarra y amenaza anarquía, los líderes políticos se disputan el trono de la presidencia sin otro interés que el suyo propio.

Con Jesús, aquellos fariseos buscaron la forma de mentir que nadie entendió, ni siquiera Pilato, que tratando de quitarse la responsabilidad de encima, lo desviaba a la de los sumos sacerdotes y fariseos. Nadie veía ni encontraba culpa en Jesús. Al descubierto estaba lo que había sido su Vida: Pasó haciendo el bien a todos y proclamando la Verdad. Pero, al parecer, había que matarlo, porque se autoproclamaba Dios y aquellos sacerdotes y fariseos ya se habían fabricado su propio dios.

¿Quién era este Jesús que ahora se proclamaba el Dios de ellos y de su pueblo? Un judio, hijo de José y de María, sencillos aldeanos de Nazaret, pero, ¿qué es esto? Ni siquiera sus Obras y su Vida bastaban para dar crédito a su Palabra. Por eso, al final de todo, esas Palabras de Jesús reúnen la única y verdadera verdad: "«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»

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