No cabe ninguna duda que junto a la Palabra está la vida, y, añadida a la proclamación está la curación. Es indudable que si no curas o manifiesta un poder extraordinario, tu palabra no surte efecto. Es decir, nadie te escucha ni da crédito a tu palabra. Cuando alguien nos dice algo que nos parece bueno y hasta lógico, le pedimos pruebas y demostraciones.
Le sucedió a Jesús. Recordemos la curación del aquel paralítico - Mc 2, 1-12 - cuando al ponérselo delante le dijo: Hijo, tus pecados te son perdonados. ¿Y qué sucedió? Que muchos de los que estaban allí no le creyeron. Luego, Jesús, sabiendo cómo pensaba dijo: ¿Por qué pensáis estas cosas en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: «Tus pecados te son perdonados», o decirle: «Levántate, toma tu camilla y anda»? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados (dijo* al paralítico): A ti te digo: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.
Por eso, Jesús, el Señor, les da poder para curar y sanar junto con la proclamación. Y también eso, es lógico, suponernos, Jesús nos envía a cada uno de nosotros - bautizados - con y en las mismas condiciones. Porque, la Palabra de Dios salva y cura. La Palabra de Dios nos trae la salvación y eso significa que estamos liberados de todo mal. Jesús, nuestro Señor, comparte con nosotros su Poder de aliviar y sanar.
Y somos enviados en el Señor. Sin apoyos en las cosas de este mundo. Nuestra roca y nuestro apoyo es el Señor - Lc 6, 47 - que nos sostiene y nos libera de todas las ataduras que el mundo nos tiende, nos seduce y nos esclaviza. Por eso nos envía: ... «No toméis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni plata; ni tengáis dos túnicas... Nuestra seguridad está en el Señor. Confiamos en su Palabra y en su Poder sanador. Él es esa Roca en la que descansamos y en la que ponemos toda nuestra seguridad y esperanza.
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